miércoles, 21 de marzo de 2012

Grieguerías

El trabajo ofrece posibilidades interesantes como que, de un día para otro, se una al grupo un griego. O que poco después aparezca entre nosotros una joven iraní. Vamos, que estamos cerca de crear un microcosmos que reproduzca los puntos calientes de la actualidad global. Como comprenderán, esto es una mina para alguien que se supone interesado en casi cualquier asunto de la actualidad planetaria, como el que escribe este blog.

De momento sólo he tenido tiempo de dar la brasa al griego (entenderán que para llegar a Ahmadinejad hay que proceder con más tacto). Tras los circunloquios de rigor (y tú de quién eres, etc...) entré directamente en materia: amigo, qué me cuentas de Grecia. Y como suele ocurrir, acudir a las fuentes tiene su interés. Nuestro griego me dijo que los problemas de su país se deben esencialmente a que sus políticos les han robado: tras escucharle, y con lo que sé de los países que tengo más a mano, puedo hacer un informe parcial del descrédito de la clase política en los países GIPSIs y decir que en España, siendo alto, es menor que en Italia, pero en ambos casos parece menor que en Grecia. También me comentó mi paciente interlocutor que parte de los problemas económicos de Grecia, en su opinión, se deben al desmantelamiento de buena parte de su industria por la competencia con productos alemanes que siguió al ingreso en el mercado común europeo, y con los chinos después. Ya saben, el libre comercio, con sus pros y sus contras: uno de esos debates a los que sin duda se presta menos atención de la que merece.

Pero nuestro griego parecía optimista, y convencido de que las cosas irán a mejor. De hecho me comentó que estaba razonablemente satisfecho con el pacto que había logrado el gobierno griego con sus acreedores. No es para menos: he escuchado varias veces últimamente decir que con Grecia, como víctima de los despiadados mercados, lo único justo sería hacer borrón y cuenta nueva, y seguramente él era de la misma opinión. No seré yo quien lo niegue, pero sí que tengo claro algo: dar a los prestamistas menos de la mitad de lo que se les debe no equivale a volver a la casilla inicial, pero desde luego se le parece.

sábado, 3 de marzo de 2012

La ficción y yo

...adolecía de falta absoluta de experiencia de la vida...siempre fue poco comunicativo y no leyó nunca novelas.
Stendhal.

Me está pasando eso que algunos dicen que pasa con los años: cada vez me cuesta más engancharme a las novelas. O mejor: últimamente (y lo digo entusiasmado por el inicio de The Blank Slate de Pinker) disfruto mucho más con los ensayos. Paralelamente, he advertido que mi interés por el cine está también decayendo, o sea que usaremos la palabra de nuestro tiempo y diré que para mí la ficción está claramente en crisis. Y me parece una mala noticia, porque recuerdo haber disfrutado mucho leyendo novelas y viendo películas y no está la vida como para andar perdiendo goces o para que éstos se vuelvan más infrecuentes. Pero el proceso parece imparable.

El caso es que creo haber entendido los motivos. Hace tiempo que creo que lo fundamental para que una ficción nos atrape -esté ésta ambientada en la actualidad o hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana- es que sus integrantes respeten ciertas reglas (paradójicamente) no escritas sobre el comportamiento humano. El respeto a estas reglas afecta tanto a la verosimilitud del argumento como a nuestra capacidad de creernos a los personajes. Estas reglas probablemente las vamos elaborando poco a poco a fuerza de observar lo que ocurre a nuestro alrededor, ya saben, el espectáculo de las pasiones humanas: nos da igual que el Halcón Milenario haga un improbable estruendo al dar sus no menos improbables saltos a la velocidad de la Luz, pero nos resultaría intolerablemente inverosímil que Luke no se turbara al saber que Leia es su hermana. Con los años vamos refinando nuestro personal conjunto de reglas y, paralelamente, vamos creyendo (justificadamente o no) que nuestras reglas son las buenas, porque nos sirven para entender algo mejor los comportamientos de los que nos rodean. De modo que no es extraño nos volvamos gradualmente intolerantes con las ficciones que no las respetan, y así el número de las que logran pasar nuestros filtros de verosimilitud decrezca paulatinamente.

Por supuesto, un escritor de talento es capaz de llevar las reglas al límite y lograr que la cosa funcione. Hace no mucho Josepepe señalaba con su gracia y concisión habituales que en “Los Enamoramientos” de Marías el argumento no acababa de cuadrar, pese a que historias similares pero más inverosímiles (propias del Almodóvar actual) podían encontrarse en la prensa. En este caso hemos de decir que estamos ante una ocasión perdida por el escritor, máxime cuando él mismo fue capaz de hacerme tolerable durante muchas (muchísimas) páginas la existencia de una división del MI5 encargada de hacer predicciones sobre personas basadas en el escrutinio de sus rostros...

Pero insisto, todo lo anterior se refiere a lo que necesita una ficción para atraparme, para poder alcanzar ese gozoso ensimismamiento tras el que uno, al salir del cine, podía decir aquello de “me he metido en la película”, y que se ha vuelto tan infrecuente. Por suerte, creo que aún me queda la capacidad de disfrutar con otros elementos de una ficción: lo que nos enseña su decorado histórico, político o social, con una descripción precisa de un sentimiento o de una idea, con una reflexión acertada sobre lo que se está contando, con las muestras de ingenio o con una sabia administración de la ironía. Pero son estos placeres de un orden inferior. Quizá añorar lo otro, ese modo total de disfrutar con una novela o con una película, no sea más que añorar la infancia y la capacidad de sentir un escalofrío cuando aquel tipo vestido de plástico negro (con la voz de Constantino Romero) le dijo al héroe aquello de: “yo soy tu padre”.